Era otoño, reseca la tierra se volvía seda a los
pies descalzos. Quiso rozar su textura recostada, mirando las sombras glotonas
de espacios vestidos de sol. Persiguió lejanías atrapadas en la rutina. Lo
imaginó sosteniendo su aliento con el amor que quedaba en el paréntesis de lo
sabido. Era el hombre que amaba. El padre de sus hijos, también ahora el tata
de sus nietos. Era donde descansaba de
la lucha sostenida a la que enfrenta la vida. El espejo donde se descubrió diferente,
con nuevas posibilidades. Ya cumplido el anhelo de ambos, envejecer juntos en un remolino que desplazara los recuerdos que no
dan luces y arrime el encanto suave de una vida de familia que los ha dejado
satisfechos.
Nuevamente
el sol es testigo de dos que caminan a la par, pero ya no entibia, casi abrasa,
hasta llega a lastimar. Así y todo trae la luz necesaria para encontrar la
llave del lugar común que sólo a ellos les pertenece.
Ya no
son banquetes de dos los que los reúnen, sí desayunos tempraneros donde se abre
la rutina para dejar nacer las láminas rojas y húmedas de sus propios
corazones. Dispuestos a las metamorfosis que dibujan las estructuras personales, pero que en los
interiores mantienen la calidez que nació hace ya cincuenta años, para no dejar
nunca más de crecer juntos. La serenidad
ocupa un espacio importante en el compartir. Ella alisa cada arruga para
hacerla sonrisa y él construye el camino para que siga siendo seguro. Todo es
amor maduro, ahora, pero aún buscan que no se queme ningún momento de los
compartidos.
fotografía de José Vega
texto poétco de Moni indivei de Vega
No hay comentarios:
Publicar un comentario