Abrió el tercer cajón de la derecha de la
cómoda de nogal. La embargó el perfume inconfundible de su madera. Lo dejó
abierto y se miró. Reproducida en el cristal, no reconoció sus ojos. Tampoco su
boca ni las manos. Lo que sí permanecía igual era su pelo. Sujeto en la nuca
con una hebilla, sin poder alcanzar algunos, muy cortitos, que se movían con libertad enmarcando su
rostro, como pelusas sin docilidad. Levantó sus brazos. Con las manos
temblorosas desprendió lo que sujetaba su melena que, sin ser igual, conservaba
el movimiento que siempre la había caracterizado. Metió los dedos
entreabiertos. Como canales plateados se fueron ubicando los cabellos en
diferentes manojos, y sintió ganas de que fuera de nuevo 1965. Introdujo las
manos en el cajón a medio abrir. Tanteó lo que iba ofreciendo resistencia,
hasta sentir el frío del acero enredado entre los elementos de costura. Dio con
la otra punta, la que tiene como dos ojos, para introducir los dedos y tiró
hasta ponerla al descubierto. No condecía la calidez del carey con el frío de
las dos hojas de un solo filo de la tijera.
Siempre
le había dicho a él: -Lo mejor que me pasó en la vida fue envejecer juntos-.
Pero aquello ya formaba parte de lo pretérito. Con la fuerza necesaria para
empuñar la tijera, comenzó. A manotones fue juntando puñados que, al encuentro
con el filo, caían como cascadas sobre sus pies. La espalda también se
enriqueció con el manto de plata. Se levantó. Buscó el papel de seda que
esperaba sobre el lecho. Recogió lo que ya no era suyo. Lo colocó sobre el
mismo y los envolvió, con delicadeza,
mezclando entre ellos, los mejores momentos de su vida. Se acercó al ataúd,
desprendió la camisa de Guido, y acomodó sobre su pecho la entrega. Ése era el lugar.
fotografía de José Vega
texto de Moni Indiveri de Vega
No hay comentarios:
Publicar un comentario