A veces se sienten las puntas
de los dedos de Jesús
Estiran y estiran sus brazos para desparramar lo recibido. Quieren reír con los que están contentos y llorar con los que están tristes.
Sus ojos llenos de luz son capaces de envolver, compartiendo, algo que les ha sido dado.
Se reconocen incapaces de vivir en soledad. Necesitan dilatar el entusiasmo que atraviesa la periferia de sus cuerpos.
No importa la edad ni el sexo, ya que la naturalidad con que se comunican va de alma a alma.
Allí no existen barreras que los detengan. Es la chispa quien genera el fuego del encuentro.
Saben esperar. Son generosos con su tiempo. Lo más importante es expandir su afán, donde se encuentran involucrados con los demás.
Llevan de atuendo el coraje indispensable para hacer realidad las buenas intenciones.
No les cuesta entregar lo que poseen ni hacer notar las carencias de los otros.
Coronados de vigor arremeten contra los enemigos.
Las tentaciones se dibujan en sus mentes sin llegar a encarnarse en los gestos.
Asumen la posibilidad la posibilidad del fracaso con anticipación, pero la amargura no será el resultado, sino la fuerza que les dé aliento para volver a empezar.
A todo esto están llamados. La responsabilidad de ser mensajeros de lo alto los ayuda a mirarse objetivamente, a fin de descubrir los talentos recibidos y trabajados.
Luchan con los opuestos de ese manojo de virtudes que se encuentran sostenidas por la magnanimidad.
No deben transitar la presunción embarcándose en empresas superiores a sus posibilidades. Ni tener ambiciones desmedidas, ni procurar honores.
Tampoco aspirar a la vanagloria, en busca de fama y nombradía, sin tener méritos en que apoyarla.
Tal es su misión.
La medida de sus acciones debe ser la humildad, para ocupar su propio lugar. No más, no menos, a fin de llegar a su meta: sentirse las yemas de esos dedos que tienen tanta misericordia al sustentarnos.
fotografía de José Vega
texto del libro VOCES DEL ALMA
de Moni Indiveri de Vega
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