Frotó las yemas haciendo presión entre
una mano y la otra. Abrió la bolsa y buscó afanosamente. Al fin sintió entre
los dedos, la cajita redonda. La abrió con urgencia y sacó una buena cantidad
del contenido, y lo esparció en cada mano. Comenzó por la muñeca. Giró los
dedos y barrió las escamas que la sequedad había producido. Luego la esparce en
las palmas, y sigue. Untó uno a uno los dedos. No estaba acostumbrada a la
aspereza de la piel. La geografía de las manos tomó otro aspecto. Las puso a
contra luz para apreciar el cambio. Así fue que descubrió un brillo intenso en
el suelo. Lo alcanzó con las puntas de los dedos. El destello de la piedra era muy fuerte. La
hizo correr para un lado y para el otro
de la palma. Instintivamente
apretó los dedos. El temor de perderlo hizo que percibiera, en los tímpanos,
sus propios latidos. Como un reloj
antiguo que acelera el tiempo. Como una cascada que incrementa su caudal. Su
cabeza elaboró diferentes hipótesis. La imaginación alimentaba desenlaces.
Figuras recortadas permanecían incrustadas en las aristas de la talla. Abrió de
nuevo la mano y dejó que se deslizara, lentamente, en la boca oscura.
“Nadie cuando enciende una lámpara,
la pone n un lugar oculto, ni debajo de la mesa, sino sobre el candelero, para
que los que entren vean el resplandor. La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Si tu
ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si está malo, también tu
cuerpo estará a oscuras. Mira pues que la luz que hay en ti no sea oscuridad.
Si, pues tu cuerpo es enteramente luminoso, no teniendo parte alguna oscura,
será tan enteramente luminos, como cuando la lámpara te ilumina con su luz.”
Ev. Según San Lucas 11, 33-36
collage de José Vega
microficción de Moni Indiveri de Vega
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