Por el rectángulo vidriado del costado izquierdo de su lecho, entró la inquisidora luz que anunciaba la tormenta. Su impertinencia le hacía imaginar, que tomaban las formas de sus miedos y las dimensiones deformaban el tamaño de lo que allí habitaba.
Como huesitos de un relámpago la lucha de nubes daba más intensidad al temor que se había despertado en ella. En el abandono del silencio, el sentir de la nada, la hizo subir hasta el borde, el abrigo de la cama. Sólo el bordado y las puntillas de la vieja sábana rozaban su rostro. Suave, la sábana preferida de la abuela, brindó en el contacto la calma y se imaginó que eran las hojas del jardín, zarandeadas por el viento. Su mirada esquiva se reencontró con una foto de su abuelo. Borrada su sonrisa bonachona, pasaba a ser un portador de lo malo. Su propia fantasía ponía nombres a las sombras, dándole vida a poderosos fantasmas. Su latido hacía eco, hasta en las partes más lejanas de sus extremidades. Era como si le crecieran uñas para lastimarse. Como estaqueada, sin lograr un solo movimiento, esperaba la irrupción del mismo, en su propio refugio y que se reprodujera en el lecho, lo que asomaba por la ventana.
Como si fuera mágico, llegar al borde de la experiencia la hizo dibujar en la claustrofobia del enredo, su propio anhelo. Un giro intenso se produjo en su propio pensar. Era como un requerimiento a dar un salto que la hiciera escapar de la trivialidad de un vivir que la llenaba de expectativas desordenadas. Un mundo esmerado en construir catedrales al consumo, que amputan en el ser la propia trascendencia. Y se sintió llevada por un huracán. Trasladada a un lugar nuevo, quizá inexistente, sintió una dulce violencia divina que tuvo el poder de renovar el fulgor en lo creado y depositarla en otra frecuencia de ella misma.
El Señor sobre las aguas,
el Dios de la Gloria hace tronar,
el Señor es fulgor. . .
el Señor lanza relámpagos de fuego. . .
retuerce las encinas y desnuda los bosques. . . en su Santuario, todo es Gloria
(Salmo 29, 3-9)
fotografía de: José Vega
texto en prosa de: Moni Indiveri de Vega
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