María se levanta más
temprano que lo habitual. Para poder viajar en el colectivo, no tiene monedas.
Sin hacer ruido para no despertar antes a su marido, no prende la luz y se va
directamente al baño. Se despereza y abre la canilla. Todavía no se anima a
lavarse la cara. El agua está helada. Espera y luego lo hace con pereza.
Levanta el rostro para mirarse en el espejo y piensa que no sabe como reunir
algo de optimismo para comenzar ese día. Sabe que además del tema de las
monedas, viajar al centro se convertirá en una odisea en unas horas más.
Escuchó la noche anterior en la tele, que las manifestaciones estarán por donde
ella trabaja, todo el día.
Inmediatamente después de
su pensamiento, siente una tirantez en el pómulo izquierdo. Ve como nace un
rictus que afecta el ojo. No le da importancia y sigue con la rutina. Cepilla
su pelo, ese momento de la mañana es el que más la ayuda a relajarse. Una, dos,
incontables las pasadas, ayudan para que se haga dócil. Termina y se va a la
cocina. Recoge el diario y se hace un café con leche, unas tostadas y se
sienta. Ve la hora, tiene tiempo de dar una mirada a los titulares.
En el primer intento se
encuentra con la información y le pasa lo de siempre. La línea del rostro
avanza hasta la boca. Dobla el diario y se lo deja a su marido para cuando él
desayune. Se va a vestir. Busca buenos colores que la ayuden sentirse mejor.
Elige verde. Ya lista para salir, ve que llueve. Busca el paraguas y sale.
Todavía no ha amanecido, pero a ella le gusta el fresco de esa hora. Llega a la
calle Corrientes y encuentre un kiosco abierto. Compra chicles para que le den
cambio. Pero no tiene suerte. Hay un cartel que dice, -no hay cambio, lo siento -. Busca otro lugar, ya se le está
haciendo tarde, corre, tropieza y cae. Un pozo en la vereda, la última trampa
de esa mañana. Una lágrima rebelde asoma, y comienza su propio combate. Ella
recuerda que se había prometido no engancharse con la selva que llega ya, hasta la puerta de su
departamento. Se imagina otra vez, como todos los días, que las gruesas y
salvajes ramas, han convertido el pasillo de acceso, en un lugar extraño. Son
las seis y treinta de la mañana.
toda infidelidad comienza
con la trizadura
que nos hace ser
como no queremos
el cuerpo se compromete
la opacidad
las manos crispadas
no puede hablar con ellas
tampoco con los ojos
una línea cruza el rostro
de lado a lado
no recuerda cómo quiere ser
cuento de: Moni Indiveri de Vega
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