lunes, 7 de octubre de 2013

Otoño

Abrió el tercer cajón de la derecha de la cómoda de nogal. La embargó el perfume inconfundible de su madera. Lo dejó abierto y se miró. Reproducida en el cristal, no reconoció sus ojos. Tampoco su boca ni las manos. Lo que sí permanecía igual era su pelo. Sujeto en la nuca con una hebilla, sin poder  alcanzar  algunos, muy cortitos,  que se movían con libertad enmarcando su rostro, como pelusas sin docilidad. Levantó sus brazos. Con las manos temblorosas desprendió lo que sujetaba su melena que, sin ser igual, conservaba el movimiento que siempre la había caracterizado. Metió los dedos entreabiertos. Como canales plateados se fueron ubicando los cabellos en diferentes manojos, y sintió ganas de que fuera de nuevo 1965. Introdujo las manos en el cajón a medio abrir. Tanteó lo que iba ofreciendo resistencia, hasta sentir el frío del acero enredado entre los elementos de costura. Dio con la otra punta, la que tiene como dos ojos, para introducir los dedos y tiró hasta ponerla al descubierto. No condecía la calidez del carey con el frío de las dos hojas de un solo filo de la tijera.
Siempre le había dicho a él: -Lo mejor que me pasó en la vida fue envejecer juntos-. Pero aquello ya formaba parte de lo pretérito. Con la fuerza necesaria para empuñar la tijera, comenzó. A manotones fue juntando puñados que, al encuentro con el filo, caían como cascadas sobre sus pies. La espalda también se enriqueció con el manto de plata. Se levantó. Buscó el papel de seda que esperaba sobre el lecho. Recogió lo que ya no era suyo. Lo colocó sobre el mismo  y los envolvió, con delicadeza, mezclando entre ellos, los mejores momentos de su vida. Se acercó al ataúd, desprendió la camisa de Guido, y acomodó sobre su pecho la entrega.  Ése era el lugar.


                                                    Moni Indiveri de Vega
Fotografía de Moni Vega

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