fotografía de José Vega
Los distintos caudales del río iban modificando su apariencia geográfica.
También la música de las aguas en movimiento; a veces, feroces; otras, débiles y serenas.
La transparencia permitía mirar el fondo del cauce. Un sinfín de piedras de distintos colores formaba su lecho que, por efecto del roce del agua, limaba sus asperezas y deformidades, dejándolas con un aspecto similar.
Es hermoso sentarse a la orilla del río,el agua alcanza de tal forma, que su frescura trepa por el cuerpo como una enredadera en crecimiento. Es placentero quedarse largos ratos en silencio, escuchando los ruidos que envuelven y dejan volar la imaginación.
Veo el desborde de mi alma que, en su marcha ligera, va mojando su propio cauce y, a la vez, la tierra que está por los costados. Si la encuentra fértil, brotan las semillas enterradas en su interior. Dones propios y compartidos crean espacios de paz, donde la Gracia despliega su riqueza.
Siempre los verdes de las distintas plantas lucen brillantes y jugosos. La generosa humedad alimenta las raíces, permitiendo, un hábitat homogéneo. Los troncos caídos en sus distintas márgenes se cubren de esa felpilla que crece sobre ellos. Parecen vestidos de terciopelo.
Las luces tocan a los seres que se abren a ellas, y brotan de sus cuerpos.
La sombra se extiende como un juego interminable a lo largo de su curso. El sol las atraviesa por los distintos espacios libres donde él mismo se puede filtrar. Juego de destellos y formas, hasta que se esconde, emparejando el aspecto del suelo, y la oscuridad la invita al reposo.
El trigo y la maleza, propias de cada uno, dejarán, o no, que el encuentro se produzca. Pero la invitación será permanente.
texto del libro VOCES DEL ALMA
de Moni Indiveri de Vega
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